Recientemente en una de las sesiones que tuve con mi psicólogo reflexionábamos si verdaderamente podía afirmarse que el amor era incondicional, en el diálogo filosofábamos en torno a los contextos y situaciones en donde podíamos aseverar que se amaba incondicionalmente a alguien. Recuerdo perfectamente que hubo silencios, hubo interrogantes, hubo ejemplos y finalmente concluimos que el amor incondicional tenía un hogar predilecto y personal, el cual es nada más y nada menos que nosotros mismos. De esta forma, reflexionamos que no podíamos aseverar que ninguna situación o contexto influenciara la forma que tenemos de amar, sin embargo, direccionar el amor a nosotros mismos no requería condición ni estatus, aunque fuese difícil e incierto, podía ser real.
Ahora, el hecho de que hayamos reconocido esto no quiere decir que el resto de nuestros vínculos significativos, donde sentimos el amor en todo su esplendor e intensidad sean menos legítimos o reales, porque parte de nuestros cuestionamientos también nos llevaron a entender que la incondicionalidad puede ser una perspectiva utópica del amar, es decir, una mirada idealista a lo que verdaderamente representa este sentimiento. Por ello, reconocer que el amor no es incondicional en todas sus formas no establece que deje de ser leal, noble, inconmensurable, genuino…
Este cuestionamiento coincidió con volver a ver una de mis películas favoritas en la faz de la tierra, que alimenta a mi romántica empedernida cada vez que la miro y por supuesto que estamos hablando de “Un lugar llamado Notting Hill”. En esta película, el encuentro entre un hombre, dueño de una tienda de libros de viajes, llamado William Thacker (interpretada por Hugh Grant) y una actriz muy famosa llamada Anna Scott (interpretada por Julia Roberts) en el distrito Notting Hill es la excusa perfecta para que comience un romance, en donde sus vidas muy distintas los pondrán a prueba a lo largo del film.
Cuando mi cuestionamiento y volver a la película por enésima vez se cruzaron, creí visualizar lo que en sesión habíamos comentado, porque cuando finalmente William y Anna pueden estar juntos no lo hacen porque las condiciones extrínsecas e intrínsecas de su vínculo hayan desaparecido, lo hacen porque entienden que lo sentían era genuino y real, lo suficiente como para moverse a través de los contextos y formas necesarias, que hicieran de su amor una constante en la vertiginosa vida que había tenido cada una por su cuenta.
¿A dónde voy con esto? Creo que con lo que he vivido y aprendido hasta el momento (porque quizás en unos años reescriba sobre esto con una nueva vertiente), no se trata de aspirar al amor ideal e incondicional que te quiera de cualquier forma, se trata de aspirar y construir vínculos reales, donde puedan mirarte desde la autenticidad y honestidad suficiente como para acompañarte, motivarte, ayudarte y también decirte cuando las cosas no se sientan cómodas u orgánicas y haya que recalcular o reeditar al respecto.
En este viaje de cuestionamiento, asignarle nombre, color o forma a estas reflexiones y sentimientos intangibles no resulta sencillo, aunque para mí, por esos mensajes que nos llegan de forma inesperada, todo cobró sentido… Fue en el momento que adquirí una casa de muñecas, de puertas azules (como la de la película) para poder trabajar desde la terapia lúdica con mis pacientes, en que lo entendí…
Entendí que elijo ver el amor como si se tratara de una casa de puertas azules (como la que pertenece a Will, donde la complicidad nació entre él y Anna), una casa que habito, entendiendo que allí el amor incondicional que siento e intento construir hacia mí es el que da calor, pertenencia y autenticidad; es ese amor el que hace que las plantas crezcan a pesar del tiempo que tome y donde nunca es mal momento para una taza de té… Ese amor que es canal para sentirme y también para hacer sentir a los que eligen acompañarme, esa seguridad, reciprocidad y comodidad única que te hace decir: “Estoy en casa”.
A pura letra, Nicolet Di Verde.
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